El Napoleón de Joseph Roth Escrito por: Luis Gonzalo Díez

El Napoleón de Joseph Roth Escrito por: Luis Gonzalo Díez

Napoleón, como símbolo literario, constituye una vara de medir sumamente esclarecedora para identificar la evolución del sentido de lo histórico en la novela contemporánea. Muchos novelistas han acudido a él buscando inspiración y, al hacerlo, han dejado constancia de su actitud ante la historia. Pues Napoleón viene a ser un trasunto de ésta, el hombre en el que un Hegel enfebrecido distinguió la marcha del Espíritu Absoluto. Ahora bien, esta marcha no siempre ha sido narrada con el tono épico de Tolstoi y Stendhal, desde la perspectiva de un cuadro de proporciones inmensas que abarca infinitas vidas y destinos.

Dicho cuadro se metamorfosea en algo diferente en la novela de Joseph Roth Los cien días, publicada por la editorial Pasos perdidos. Inspirándose en el último Napoleón, en el que regresa efímeramente al poder para perderlo definitivamente en Waterloo y ser expulsado al destierro de Santa Elena, Roth da un giro de tuerca sorprendente al modo literario usual de afrontar la figura del corso.

A lo largo de más de doscientas páginas, el escritor austriaco no narra hazañas ni acontecimientos, no adopta un tono épico, no muestra su admirada perplejidad ante los hechos y el trágico destino de Napoleón. La historia deja de ser un cuadro de época donde el novelista, llámese Tolstoi o Stendhal, crea una inolvidable epopeya. Por el contrario, el relato de Roth es un relato ensimismado, intimista y contemplativo. Napoleón nos llega a través de su más prosaica cotidianeidad envuelto en sensaciones misteriosas y reflexiones declinantes. Es un Napoleón extrañamente introvertido dominado por los recuerdos y el amor a la gente corriente. A esos franceses que le aclaman dando vivas al Emperador. La gente corriente como una lavandera enamorada secretamente de él, un joven tambor de su ejército muerto en la batalla, una echadora de cartas que siempre acierta en sus pronósticos.

El General deambula literalmente por la novela y Roth sugiere sentimientos en las escenas que recrea. Escenas que uno lee admirado pues, en ellas, no se cuenta nada, transcurren como en un sueño de mitos amados y vidas solitarias encumbradas por ese amor. El amor a Napoleón, al héroe y al hombre y, al fin, al hombre por encima de todo, al perdedor y derrotado, que, al desnudarse, se descubre viejo y gordo. Este Napoleón es el que ama Angelina Pietri, la lavandera, como el comisario de distrito Francisco de Trotta amaba a otro Emperador, Francisco José, en La marcha Radetzky. Y, por amarlos, sus vidas se elevan.

Roth juega conscientemente una carta diferente de la jugada por Tolstoi y Stendhal. Aun siendo un narrador clásico en lo formal, su sentido de lo histórico varía respecto del de los dos titanes. Dicho sentido delimita, en Tolstoi y Stendhal, la lógica de la situación novelística y motiva que sus criaturas se definan por la coherencia de un carácter materializado en unos actos que reflejan ese carácter de modo fiel. La historia, para Roth, no es un cuadro que actúa como sólido trasfondo de las peripecias humanas, sino una visión, una particular forma de mirar. Es como si Roth hubiese transformado a Napoleón de figura épica en mirada interior con la que elaborar ya no una sinfonía, sino una pieza de cámara. Qué lejos quedan Los cien días de Guerra y Paz. Y qué relevante es esta lejanía para entender la metamorfosis del sentido histórico que se produce en el paso del novelista del XIX al novelista del XX.

Si Napoleón alienta una pieza de cámara centrada en misteriosas evocaciones del sentimiento y la reflexión, si los imperios quedan reducidos a la fascinación del oscuro espectador que identifica en ellos, en su decadencia y extinción, la clave de su vida y memoria, es que la historia hecha novela se ha vuelto una especie privilegiada de contemplación. Contemplación que se opone a la acción como lo elegiaco se opone a lo épico y el relato intimista y melancólico al relato de héroes y acontecimientos.

Tan quintaesenciado está el Napoleón de Roth que uno diría que tal Napoleón no es más que un estado de ánimo con el que el novelista nos transmite su certeza sobre el carácter efímero de las cosas humanas. Que más allá de hechos y acciones, quedan los sentimientos y la memoria. Y que si éstos, como el declive de los imperios, fijan la pauta de lo que somos, la historia se termina diluyendo en la proyección al mundo de nuestra melancolía más vitalista. Ese residuo de fortaleza anímica que promueve las fugas sin fin de la imaginación.

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